jueves, octubre 26, 2006

Encuentro en Alamut


Había dejado al caballo atrás y, tal como mandaba la tradición para los no-creyentes, los Kaffir, debía caminar hacia el monte, hacia lo que hacía casi mil años había sido nada menos que un orgulloso bastión del Islam.

En realidad no del Islam sino de quienes, como siempre, pretendieron servirse de cualquier modo de creencia, pensó.

El ascenso por la cuesta, en medio de la silenciosa mañana fue arduo y largo, había llegado a la Hondonada, partiendo desde la estribación montañosa que se alejaba, primero hacia el este y luego al norte, de la ciudad de Qazvin.

En su trayecto por la ciudad, tratando de pasar desapercibido en medio de todo (cosa practicamente imposible de hacer para un Kaffir) había visto varios de los viejos castillos, de las ruinas de la secta, la huella de conspiradores entre conspiradores y un cierto sentimiento de aprehensión lo había recorrido.

El mismo sentimiento de aprehensión que había sentido cuando, aquella vez en Brandemburgo, fueron emboscados por los agentes de aquel bando sin nombre a quien prefería llamar, a falta de mejor nombre Los sabios.

La ladera que había optado por trepar era bastante más empinada de lo que a primera vista se había imaginado, compuesta casi totalmente de capas de granito y dolomita. Lo cual dejaba a los crampones y al martillo poco por hacer, confiando, practicamente del todo, en sus manos.

Debajo de su traje de montañista, azul y negro con pequeños tintes de rojo en los bordes, el peso de la espada que el Imán de Mecca le había dado (un extrañísimo objeto que confiar a un Kaffir) agregaba otra dificultad más a la escalada.

En un último momento, casi de desesperación, había reparado en el reborde de la pared que se abría hacia su derecha, dándole una pequeña rendija por donde ascender eludiendo una vertical que, sin miramiento alguno, se elevaba incólume, cual un inenarrable torreón que había resistido todo, incluso al tiempo.

Y es que... en los tiempos antiguos sólo un arquero bastaba para defenderla. había dicho uno de los muchos historiadores, que, engañados por la leyenda o la prestidigitación de los propios ismailies, había creído el mito de la invencibilidad del Nido de las Aguilas.

Y, sin embargo, una grieta de más de dos metros de altura, practicamente oculta para cualquier observador sin el suficiente cuidado se abría como un pasaje directo a las entrañas de la bestia.

Es como si hubiese sido puesta aquí a propósito, pensó Byrne.

Una voz en árabe resonaba a lo lejos, esparcida por toda la grieta, tal que no se podía rastrear su fuente.

Nada aquí es casual.

Avanzó, acuclillado, tanteando cada pulgada del terreno, su PYa abría el camino, pero sin ser capaz de sentir nada, ninguna presencia, el lugar olía a vejez y a muerte, de un modo tan marcado que parte de él se preguntaba si había valido hacer tal Hajj sin motivo alguno.

Ese pensamiento fue el que finalmente, lo traicionó.

La niebla blanca de olor dulzón lo sorprendió, en un instante atrapado entre confusos pensamientos luego echados a perder por el efecto narcótico.

Todo se llenó de una oscura placidez, lenta y abigarrada primero y sólo difusa después, como algo alejado de su centro y de pronto, se detuvo...

...¿Dónde está la espada?

Pensó en la espada por un segundo, mientras la sensación de ingavidez lo invadía, estaba lejos ya... lejos de todo: de la cruzada de los asesinos y las negociaciones de los sabios, de la influencia de Kahled, de la espera de Kaya, de la mirada compasiva de Irina, del Odio de Andric...

El universo estalló.

Abrió los ojos, o pretendió hacerlo.

Alrededor suyo, lo que había sido el jardín de las huríes era ahora una visión fantasmagórica, flamas oscuras lo consumían todo y detrás de estas fuegos fatuos ardían hasta perderse en la nada, no, era peor.

Las flamas no sólo lo consumían todo, sino comenzaban a devorar la realidad alrededor, el espacio parecía distorsionarse y cuando estiró la mano para tocar una forma que le había parecido una flor roja, esta se disolvió en un torrente de colores disconexos.

Pudo sentirla al fin.

Desenvainó la espada, dispuesto a alejar su propia oscuridad por la fuerza de ser necesario.

La visión mutó, convirtiéndose de pronto en un oscuro y bladío páramo, un desierto, estático en el viento, bajo un cielo sin estrellas, se sentía flotar en medio de la nada mientras la brisa del desierto, helada, lo desgarraba ora con el frío, ora convertida en furioso Sirocco.

Pronto el dolor fue desplazado por el ardor y luego por el silencio, el silencio de la muerte, que huele a dalia.

Entonces lo entendió.

Envainó.


Alrededor suyo, la visión coalesció, hasta regresar al gris del granito, que, una vez atravesada la grieta, se expandía en una cámara donde flores negras y hierbas se arracimaban en las paredes.

-Sorprendente Kaffir, realmente impresionante.

El viejo, sentado sobre un almohadón frente a él, abrazaba una vara de madera de cedro, pintada de negro, algo que, probablemente, había sido un báculo.

Byrne lo miró, inquisitivo.

Sobre su cabeza se ceñía un turbante otrora blanco, ahora casi gris de lo maltratado que estaba y su traje, también blanco, dejaba entrever un cuerpo enjuto y cetrino.

-¿Nada qué decir, Kaffir?

-Tengo un nombre, Imán, ¿debo llamarlo Sabbah?

-Ambos sabemos nuestro verdadero nombre, así que no veo necesidad en usarlo.

-Muy bien, maestro.- dijo Byrne, asintiendo con la cabeza. Con un movimiento sorprendentemente fluído sacó la espada de su cinto y se la entregó, junto con la guarda.

-El Imán de Mecca me dijo que usted tenía algo que ver con esto ¿qué es?

-En el fondo de tu corazón lo sabes Kaffir, mira claramente...

Byrne miró la guarda tallada, con aplicaciones de piedras preciosas y figuras de Ifrits y otras criaturas fantásticas y sacó la espada, de mango dorado ligeramente, sólo lo suficiente para distinguir con claridad las curvas del brillo de la hoja azulada, producto de la mejor fragua que esas tierras habían visto en más de mil años.

No puede ser. Pensó

-Eres demasiado transparente Kaffir, puedo verlo en tu rostro.- Dijo el viejo, puedes decirlo sin temor.

¿Por qué el Imán de Mecca me daría esto? Pensó brevemente Chandra, antes de responderle al viejo: -Es la Hoja de Salah-ah-Din.

-Muy bien, Kaffir, ahora, te preguntarás algo con mucha emoción....
...¿Por qué estás aquí?

Chandra intentó proferir una respuesta, pero el viejo fue más rápido y firme.

-Te preguntas sobre todo, ¿por qué un Kaffir como tú tendría el destino de la espada de Salah-ah-Din en tus manos y más aun en estos tiempos,y, aunque no lo creas, la respuesta es simple.

¿Qué quiere decir con simple? ¡nada en estos últimos siete años ha sido simple!

-Si, Kaffir, es más simple de lo que crees ¿por qué no un fiel? ¿por qué no un creyente? está frente a tus ojos y no lo puedes ver, has vivido siete años a la sombra, recorriendo el mundo, peleando junto a otros, matando bajo tu particular código de honor y ¡ahora recibes esto! ¡un regalo digno de un príncipe! y te preguntas por qué....

Chandra se sentó frente a él, mirando a su pronunciada nariz y sus ojos pardos hundidos, coronados por dos espesas cejas grises.

-Kaffir, al final, te darás cuenta de que tu pelea no es por ti, ni por mi, ni siquiera por el Islam, sino por todos.-Carraspeó y luego continuó -al final, mi querido y poderoso Kaffir esto no se trata de a quienes representas sino de por qué peleas y, aunque dudes y esa duda te consuma desde el paso de Bamsaru hasta Brandemburgo y desde all hasta aquí, la respuesta es una y la has sabido siempre. Y es que, Byrne, peleas por nosotros.

Chandra sacudió la cabeza, dubitativo.

-E inclusó si eso fuera cierto, ¿qué tiene que ver esta vieja espada en mis manos con el destino del mundo?- replicó Chandra, Burlón.

-Aun no te das cuenta ¿no? ¿cómo crees que vencisre a la ilusión?-y diciéndo esto le entregó la espada, separando la hoja de la guarda, el deslumbrante brillo azul lo cegó y luego la misma nube blanca apareció.

Silencio.

En la oscuridad de la cueva, el frío viento de la montaña lo despertó.

A su alrededor, la desnudez de la pared de piedra reflejaba los débiles rayos de sol que alcanzaban a penetrar, a su izquierda se abría una galería (quizás un pasaje de la antigua fortaleza que aun se sostenía en pié) que se dirigía hacia otra fuente de luz.

Aquello, si había existido, no había sido real.


Byrne miró su reloj, habían pasado seis horas desde el inicio del sueño.

Sin mediar demora, cogió la espada de Salah-ah-Din y se dirigió, caminando con dificultad, avanzó hacia la salida sin reparar en el trozo blanco de tela que había sido de un turbante que, semioculto por una piedra, yácía detrás de la pared.